Sendero a un segundo idioma en un país extranjero
Este artículo surge de mi experiencia viviendo en Australia y de mi proceso de aprendizaje del inglés. A lo largo de ese camino me encontré con diversas barreras relacionadas con la ubicación, la economía y la cultura, muchas de las cuales existían en aquel momento y que, en muchos lugares, todavía persisten.
Voy a empezar mencionando que, como muchos ya saben, nací en el campo colombiano y estudié en una zona rural hasta que, a los 11 años, mi familia y yo migramos a la ciudad. A inicios de este siglo, en las zonas rurales de Colombia el acceso a internet era muy limitado o prácticamente inexistente; la televisión se reducía a canales públicos y era difícil encontrar contenidos de relevancia internacional. Las tecnologías, por supuesto, ya existían, pero sus costos eran elevados y estaban lejos del alcance económico de mi familia.
Recuerdo muy bien a dos personas cercanas que dominaban el idioma inglés. Una de ellas era un amigo de mi papá, quien lamentablemente falleció en un accidente. La otra era uno de los hijos del patrón de la finca donde vivíamos, que residía en Estados Unidos. Sin embargo, esas circunstancias hicieron que nunca llegara a tener un verdadero ambiente inmersivo para aprender el idioma.
Si bien en la escuela aprendí lo básico del inglés —como los números—, no fue sino hasta que me mudé a la ciudad de Bucaramanga cuando empecé a sentir un mayor peso en el aprendizaje de un segundo idioma, ya como un requerimiento gubernamental. Allí tuve la fortuna de contar con muy buenos docentes, además de un acceso mucho más amplio a internet, lo que me permitió estar expuesto a noticias y a música en inglés.
¿Como fue mi proceso?
Desde un inicio, mis padres —especialmente mi papá— pusieron mucho énfasis en que mi hermano y yo nos dedicáramos al estudio. Su propia infancia y juventud, marcadas por la imposibilidad de acceder a la educación, lo llevaron a construir una visión de futuro en la que su familia pudiera prepararse más de lo que él lo había logrado. Gracias a ello, en mi caso, fui inscrito en clases de inglés los sábados en la tarde, en un barrio cercano al nuestro, donde se ofrecían algunos cursos sencillos pero muy valiosos. Esas clases despertaron en mí el interés por aprender más a fondo y sembraron las ganas de seguir adentrándome en el idioma.
Recuerdo aún que, durante toda mi educación secundaria, era bastante bueno traduciendo del inglés al español, pero tenía muchas dificultades al escribir, hablar y, especialmente, al escuchar, y ni hablar de pensar directamente en el idioma. Siempre intentaba inscribirme en otros cursos o dedicarme a la lectura, pero terminaba abandonando. Sacaba mi material de estudio una y otra vez, aunque mi falta de disciplina terminaba pasándome factura.
Ya en la universidad fue cuando la realidad me golpeó de frente. Mis docentes solían recalcar la premisa de que gran parte del material educativo de mejor calidad estaba en inglés, y que nuestra tarea era aprenderlo para poder destacar en nuestras respectivas carreras. Fue en ese momento cuando esta historia —y el motivo de este blog— empezaron a cobrar verdadero sentido…
Inmersión total
Cuando decidí venir a Australia, mi meta inicial fue hacer amistades internacionales y mantenerme siempre en contacto con otras culturas. Aunque vivía con mi hermano y mi cuñada, en mi día a día estaba rodeado de personas que hablaban inglés: en el trabajo, en mis pasatiempos, en los meetups, en la iglesia y en muchas otras actividades.
Al inicio hablaba principalmente con mis amigos de la escuela de inglés y hacía el esfuerzo consciente de no usar el español, aunque muchos compatriotas me llamaran “idiota” por ello. Más adelante, en el trabajo, me propuse hablar únicamente en inglés y pedía con frecuencia que me corrigieran si cometía algún error. Lo importante de todo esto es que ningún idioma se aprende si no se usa y se practica. En medicina se dice que el músculo que no se ejercita se atrofia; de la misma manera ocurre con el cerebro.
Fue una experiencia nueva en la que trabajé durante un corto periodo de tiempo, hasta que llegó el coronavirus y la cuarentena nos obligó a permanecer confinados en casa. Durante ese tiempo conocí a muchas personas que me presentaron a un grupo de una iglesia a la que hoy en día asisto y que llevo siempre en mi corazón: Planetshakers. Nos reuníamos por videollamadas cada vez que la ciudad entraba en confinamiento, y aprovechábamos los momentos de reapertura para encontrarnos en persona. Con el tiempo, empecé a construir con ellos un lazo profundo de familiaridad y comunidad.
Y así, poco a poco, procuraba siempre entablar conversaciones, asistir a meetups y rodearme de amigos de todas las nacionalidades. De esa manera fui puliendo lo que ya había aprendido y, al mismo tiempo, incorporando lo que escuchaba de ellos. Un idioma no se aprende únicamente desde lo académico; también es necesario absorber su parte cultural: los dichos, los slangs, las palabras propias de cada región y las expresiones cotidianas de la gente. Y eso solo se consigue socializando y compartiendo con las personas.
Pequeñas cosas
Es importante dejar claro que de las pequeñas acciones se van sumando grandes resultados. Me refiero a cosas tan simples como configurar mi celular en inglés, escuchar radio local e internacional, leer libros, escribir notas sobre cualquier tema, o poner mi computador —y prácticamente todo lo que tocaba— en inglés. Todo formaba parte de mi tarea de aprender de una manera más profunda y seria. No fue fácil: me costó trabajo, me sentí mal muchas veces, me frustré, quise llorar, me sentí agotado y pasé por muchas otras emociones durante mi proceso de aprendizaje. Sin embargo, al final siento que logré lo más importante: comunicarme. No lo hago perfectamente, pero me comunico como se necesita.
Y ese es un consejo muy importante para la vida también: no castigarse por no hacer todo a la perfección. La idea es mantener siempre el ánimo, avanzar paso a paso y esforzarse por ser un poco mejor cada día. Todo gran resultado requiere tiempo; al final, se trata de poner ladrillo sobre ladrillo hasta levantar la pared completa.
En resumen
En resumidas cuentas, la idea central de este post es entender que aprender un idioma no es como conectar una memoria USB al cerebro y descargarlo todo de una vez. Al contrario, se trata de sumergirse en una cultura, adaptarse al entorno y dejar de dar por sentadas las experiencias cotidianas. Cada día puede traer una palabra nueva, una conversación espontánea, una sensación diferente o incluso una comida desconocida. Como en la vida misma, lo esencial es disfrutar del camino y vivir la experiencia.
La neurociencia, según Joe Dispenza, señala que el aprendizaje está profundamente conectado con los sentimientos, las sensaciones y las experiencias. Por eso, es recomendable asociar el estudio de un idioma a vivencias positivas y negativas, de manera que esa nueva información logre mayor permanencia en el cerebro.
Yo, al igual que muchos, no tengo una disciplina perfecta, pero he descubierto que con dedicación es posible encontrar nuestros propios métodos de aprendizaje. En mi opinión, una pequeña lista de recomendaciones sería:
- Usar el idioma diariamente.
- Aprender poco a poco, sin castigarse.
- Exigirse en escenarios reales que aporten valor.
- Salir de la zona de confort y adaptarse a nuevas experiencias.
- Reconocer que los sentimientos y la cultura son inseparables del idioma.
- Entender que aprender un idioma también implica transformarse y conocerse más a fondo.
- Prepararse para aceptar que los errores son parte natural del proceso de aprendizaje… y de la vida.